El concepto de filosofía permanece aún hoy bastante oscuro para la generalidad de los hombres, para todos aquellos cuyos estudios no se aproximan al campo mismo de la filosofía. Por lo general evoca en ellos ideas muy dispares y confusas. La palabra filosofía sugiere, en primer lugar, la idea de algo arcano y misterioso, un saber mítico un tanto impregnado de poesía, que hunde sus raíces en lo profundo de los tiempos, y es solo propio de iniciados. Evoca, en segundo lugar, la idea de un arte de vivir reflexiva y pausadamente. Una serena valoración de las cosas y sucesos exteriores a nosotros mismos, que produce una especie de imperturbabilidad interior. Así, cuando se dice en el lenguaje vulgar: “Fulano es un filósofo”, o bien, “te tomas las cosas con filosofía”.
Sin duda, algo de verdad habrá en estos conceptos, como lo hay en todo y como se encuentra siempre en las ideas de dominio vulgar. Ya decía Aristóteles en el libro I de su Metafísica que “el amigo de la filosofía lo es en cierta manera de los mitos, porque en el fondo de las cosas está siempre lo maravilloso”. Y no es menos cierto que el poseer una coherente visión del Universo ha de producir en el ánimo del filósofo una serena beatitud, y, con ella una independencia de las pasiones interiores y de la varia fortuna exterior, como pusieron de relieve los estoicos.
La filosofía es, sin embargo, la actividad más natural del hombre, y la actitud filosófica, la más propiamente humana.
Imaginemos a un hombre que salió de su casa y ha sufrido un accidente en la calle a consecuencia del cual perdió el conocimiento y fue trasladado a una clínica o una casa inmediata. Cuando vuelve en sí se encuentra en un lugar que le es desconocido, en una situación cuyo origen no recuerda. ¿Cuál será su preocupación inmediata, la pregunta que enseguida se hará a sí mismo o a los que le rodean? No será, ciertamente, sobre la naturaleza o utilidad de los objetos que ve a su alrededor, no sobre las medidas de la habitación o la orientación de su ventana. Su pregunta será una pregunta total: ¿qué es esto? O, mejor, una que englobe su propia situación: ¿dónde estoy?, ¿por qué he venido aquí?
Pues bien, la situación del hombre en este mundo es en todo semejante. Venimos a la vida sin que se nos explique previamente qué es el lugar a donde vamos ni cuál habrá de ser nuestro papel en la existencia. Tampoco se nos pregunta si queremos o no nacer. Cierto que, como no nacemos en estado adulto sino que en la vida se va formando nuestra inteligencia, al mismo tiempo nos vamos acostumbrando a las cosas hasta verlas como lo más natural e indigno de cualquier explicación. A los primeros e insistentes ¿por qué? de nuestra niñez responden nuestros padres como pueden, y el inmenso prestigio que poseen para nosotros de una parte, y la oscura convicción que tiene el niño de no estar en condiciones de llegar a entenderlo todo, de otra, nos hacen aceptar fácilmente una visión del Universo que, en la mayor parte de los casos, será definitiva e inconmovible.
Sin embargo, si adviniéramos al mundo en estado adulto, nuestra perplejidad sería semejante a la del hombre que, perdido el conocimiento, amaneció en un lugar desconocido. Si este mundo que nos parece tan natural y normal fuera de un modo absolutamente distinto nos habituaríamos a él con no mayor dificultad. Llegada la inteligencia a su estado adulto suele, en algún momento al menos, colocarse en el punto de vista del no habituado, de su nesciencia profunda frente al mundo y a sí mismo. En ese instante está haciendo filosofía. Muchos hombres ahogan en sí esa esencial perplejidad: ellos serán los menos dotados para la filosofía; otros la reconocen como la única actitud sincera y honesta y se entregan a ella: estos serán- profesionales o no- filósofos.
La filosofía, pues, lejos de ser algo oscuro y superfluo situado sobre la sencilla claridad de las ciencias particulares, es el conocimiento que la razón humana reclama de modo inmediato y natural.
Para llegar a una más clara noción de lo que sea filosofía, tratemos de sentar y de comprender una definición de la misma. Aunque se han propuesto muchas definiciones de filosofía en los diferentes sistemas filosóficos, podemos atenernos a la definición clásica, en la que coincidirán casi todos los filósofos; ella nos servirá después para delimitar lo que es filosofía de lo que no lo es en el seno de los posibles modos de conocimiento humano:
Ciencia
de la totalidad de las cosas
por sus causas últimas,
adquirida por la luz de la razón.
Ciencia: Muchos de nuestros conocimientos no son científicos. Así el conocimiento que los hombres siempre tuvieron de las fases lunares, de la caída de los cuerpos. Así el que tiene el navegante de la periodicidad de las mareas, etc. Estos son conocimientos de hechos, vulgares, no científicos. Pero quien conoce las fases de la Luna en razón de los movimientos de la Tierra y su satélite, la caída de los cuerpos por la gravedad, las mareas por la atracción lunar, conoce las cosas por sus causas, esto es, posee un conocimiento científico. Para hablar de ciencia, sin embargo, hay que añadir la nota (o característica) de conjunto ordenado, armónico, sistemático, frente a la fragmentariedad de conocimientos científicos aislados. La filosofía es, ante todo, conocimiento por causas, esto es, no se trata de un mero conocimiento de hechos, ni tampoco de una explicación mágica -por relaciones no causales- de las cosas; y en forma coherente, unitaria, por oposición a cualquier fragmentarismo. Por ello Aristóteles definía a la ciencia -y a la filosofía, que para él se identifican- como “teoría de las causas y principios”
De la totalidad de las cosas: La filosofía no recorta un sector de la realidad para hacerlo objeto de su estudio. En esto se distingue de las ciencias particulares (la física, las matemáticas, las ciencias naturales), que acotan una clase de cosas y prescinden de todo lo demás.
Heidegger, un filósofo alemán existencialista, fallecido en 1976, empezaba uno de sus más memorables artículos destacando la angustia, la esencial insatisfacción que el hombre experimenta ante la delimitación que cada ciencia hace de su objeto propio: la física estudia el mundo de los cuerpos…y nada más; la biología, el mundo de los seres vivos… y nada más. Y se pregunta ¿qué se hace de los demás?, ¿qué del todo como unidad? El hombre en el mundo, como el que, en nuestro ejemplo, despierta en aquel medio desconocido, no puede satisfacerse con explicaciones parciales sobre los diversos objetos que le rodean. De esta visión de totalidad solo se hace cargo la filosofía, y en esto se distingue de cada una de las ciencias particulares.
Por sus razones más profundas: Cabría pensar, sin embargo, que, si de cada ciencia particular se diferencia la filosofía por la universalidad de su objeto, no se distinguiría, en cambio, del conjunto de las ciencias particulares, de lo que llamamos enciclopedia. Si las ciencias particulares se reparten la realidad en sectores diversos, el conjunto de las ciencias estudiará la realidad entera. Por otra parte, si cada ciencia se hace cargo de un sector de la realidad y todos los sectores tienen su correspondiente ciencia, no quedará ningún objeto posible para otro saber de carácter filosófico.
Para distinguir la filosofía de la enciclopedia debemos hacernos cargo antes de la distinción entre objeto material y objeto formal de una ciencia. Objeto material es aquello sobre lo que trata la ciencia. El objeto material de la enciclopedia (la totalidad de las cosas) coincide con el de la filosofía. Objeto formal es, en cambio, el punto de vista desde el que una ciencia estudia su objeto. Así la geología y la geografía tienen un mismo objeto material (Geos, la Tierra), pero distinto objeto formal, pues mientras a la primera le interesa la composición de las capas terrestres, la geografía estudia la configuración exterior de la Tierra; otro tanto sucede con la antropología, la psicología, la anatomía, la fisiología, que estudian todas al hombre desde distintos puntos de vista.
Así, cada ciencia, y la enciclopedia como suma de ellas, estudia sus propios objetos por sus causas o razones inmediatas, propias e inmanentes a ese sector de la realidad. La filosofía, en cambio, estudia su objeto por las razones últimas o más universales. Cada ciencia parte de unos postulados o axiomas que no demuestra, y ateniéndose a ellos trata su objeto. La filosofía, en cambio, debe traspasar esos postulados científicos y llegar a una visión coherente del Universo por sus razones más profundas. Las cosas se explican fácilmente unas por otras, lo difícil es explicar que haya cosas. Este problema, radical, sobre la naturaleza del ser y sobre su origen y sentido constituye el objeto formal de la filosofía, por el que se distingue del conjunto de las ciencias. La filosofía y la enciclopedia, en fin, se diferencian como la suma del todo: no se explica al hombre, por ejemplo, describiendo su hígado, su bazo, su pulmón, etc.
Adquirido por la luz de la razón: Cabría todavía confundir la filosofía con otra ciencia que trata también de la realidad universal por sus últimos principios, envolviendo la cuestión del origen y el sentido: la teología revelada o, más exactamente, el saber religioso. Distínguense, sin embargo, por el medio de adquirir ambos conocimientos, pues al paso que el saber religioso procede de la revelación y se adquiere por la fe, el saber filosófico ha de construirse con las solas luces de la razón. Al revelar Dios el contenido de la fe quiso que todo hombre tuviera el conocimiento necesario de su situación y de su fin para salvarse; pero este conocimiento, aunque para el creyente sea indudable, no constituye por sí una concepción del Universo, sino solo los datos e hitos prácticos necesarios para la salvación, y no exime al hombre de la necesidad y del deseo de poseer una concepción racional de la realidad, porque, como dice Aristóteles: “es indigno del hombre no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar”.
La filosofía responde, pues, a la actitud más natural del hombre. En rigor, todo hombre posee, más o menos confusamente, una filosofía. Piénsese, por ejemplo, en la India, ese pueblo apático, indiferente ante la vida y la muerte, tan proclive a dejarse gobernar por extranjeros solo por no tomarse el trabajo de hacerlo por sí mismo; en el fondo de su actitud ante la vida hay toda una concepción filosófica: ellos son panteístas, creen que el mundo es una gran unidad, de la que cada uno no somos más que una manifestación, y a la que todos hemos de volver. Ante este fatalismo que anula la personalidad, la consecuencia natural es el quietismo.
Los pueblos occidentales, en cambio, han sido siempre activos, emprendedores. También les mueve una filosofía, que es en ellos colectiva: creen en la personalidad de cada uno como distinta de las cosas y de Dios, y como perfectible por su propio obrar. A semejanza de aquel que escribía en prosa sin saberlo, todo hombre es filósofo aunque no se dé cuenta.
En sus orígenes, filosofía era lo mismo que ciencia; filósofo, lo mismo que sabio o científico. Así, Aristóteles trata en su obra no solo de esas remotas cuestiones que hoy se reservan los filósofos, sino también de física, de ciencias naturales…Fue más tarde, con el progreso del saber, cuando se fueron desprendiendo del tronco común las llamadas ciencias particulares. Cada una fue recortando un trozo de la realidad para hacerlo objeto de su estudio a la luz de sus propios principios. Esto constituyó un proceso necesario por la misma limitación de la capacidad humana para saber. Hasta después del Renacimiento hubo todavía -excepcionalmente- algún sabio universal: hombres que poseían cuanto en su época se sabía. Descartes, por ejemplo, fue uno de ellos. Quizá el último sabio de este estilo fuera Leibniz, un pensador de la escuela cartesiana que vivió en el siglo XVII-XVIII. Después nadie pudo poseer ya el caudal científico adquirido por el hombre, y hoy ni siquiera es ya posible con cada una de las ciencias particulares.
Sin embargo, por encima de esta inmensa y necesaria proliferación de ciencias independientes, subsiste la filosofía como tronco matriz, tratando de coordinar y dar sentido a todo ese complejísimo mundo del saber y planteándose siempre la eterna y radical pregunta sobre el ser y el sentido del Universo.
(Rafael Gambra. Historia sencilla de la filosofía. 31ª edición. Ediciones Rialp. Madrid. 2019)