Los seres humanos siempre hemos producido residuos, pero nunc antes a una escala semejante. En todo el mundo, en 2016 produjimos 2.10 millones de toneladas de residuos sólidos, último año del que se dispone información fiable. En el Reino Unido, una persona promedio genera, 1,1 kilos de residuos al día; en Estados Unidos, el país que más desperdicia del mundo, el dato es la asombrosa cifra de 2 kilos al día. Cuando más rico se es, más se desperdicia y, así, a medida que el mundo desarrollado se vuelve más y más rico, el problema se acelera. Se prevé que para 2050 llegaremos a producir otros 1.300 millones de toneladas al año, gran parte de ellas en el Sur global. Aún así, 2.000 millones de personas viven en la actualidad sin acceso a servicios de recogida de residuos sólidos y un tercio de estos se tiran en el mundo en lo que el Bando Mundial llama “una forma ambientalmente peligrosa”, es decir, se vierten o se queman al aire libre. De manera inevitable, gran parte de esos residuos se vuelan o son arrastrados hacia nuestros mares y ríos, donde se unen a los vertidos tóxicos de las alcantarillas, las fábricas, las centrales eléctricas y otras fuentes de contaminación, de modo que algunos de los mayores ríos del mundo, desde el Mekong hasta el Ganges, son cada vez más hostiles para los seres vivos.
[…]Los residuos son historia. Los cuerpos se descomponen, el papel se enmohece y se deshace, los tesoros pueden saquearse o las fuerzas conquistadoras pueden fundirlos. Pero nadie roba un vertedero y, por eso, durante siglos los arqueólogos, esos antiguos buceadores de contenedores de basura, han reconstruido nuestra historia a partir de los desperdicios: armas desechadas, ollas y urnas destrozadas, restos de comida con marcas de mordiscos todavía en los huesos… Los residuos pueden contar mucho sobre un pueblo: cómo vivía, cómo comía, cómo cultivaba, luchaba, amaba y adoraba. Gracias al estudio de los residuos sabemos que los mayas fueron los primeros en tirar la basura cada mes en lo que pudieron haber sido los primeros vertederos y que, alrededor del año 500 a.C., los antiguos atenienses habían aprobado la primera ley de saneamiento conocida, que dictaminaba que los deshechos domésticos debían tirarse al menos a un kilómetro de distancia de los límites de la ciudad. Los romanos recogían la basura por tipos y eran ávidos recicladores; excavaciones recientes en Pompeya ha puesto al descubierto sitios donde se separaba la basura y el material recuperable se reutilizaba para la construcción de casas nuevas.
Antes de la invención de la economía industrial estábamos rodeados de muchos menos desperdicios. Entonces, el mayor problema no era la basura sino las heces, con su olor perniciosos y su tendencia a transmitir enfermedades. Así, a medida que los pueblos se convertían en ciudades prósperas, deshacerse de todos esos deshechos se convirtió pronto en un problema. En la Edad Media, los ciudadanos de París arrojaban tanta basura en el exterior de las murallas de la ciudad que se decía que un ejército invasor habría podido trepar por encima de no haber sido por las ratas. La solución, sin variación, fue el reciclaje. Durante siglos, los recolectores informales de basura fueron una parte central de la vida urbana. No se desperdiciaba casi nada. Se podían utilizar trapos como paños de limpieza, huesos tallados como cubiertos o muñecos infantiles y las cenizas de las chimeneas se convertían en ladrillos o fertilizante. Incluso los excrementos humanos de las letrinas se recogían para esparcirlos en los campos. En el siglo XIX, los “traperos” eran comunes en el Londres victoriano. También lo eran los basureros que buscaban en el lodo de los ríos objetos de valor, los alcantarilleros y los que recogían excrementos de perro. Todos ellos eran subcategorías de los chamarileros, que recogían objetos y materiales de cualquier tipo, desde latón viejo hasta los “puros” (excrementos de perro para la fabricación de jabón), y los vendían. En La casa lúgubre, Charles Dickens escribió sobre “las extrañas criaturas harapientas que registraban a hurtadillas los montones de basura barridas en busca de alfileres y otros desperdicios”. No fue hasta 1875 cuando, e respuesta al creciente movimiento de reforma social y una serie de brotes devastadores de cólera, el Parlamento británico exigió que cada hogar depositara sus deshechos en un recipiente móvil, que se recogería una vez a la semana: se trata de la invención del cubo de basura moderno.
Solo después de la Segunda Guerra Mundial una tecnología revolucionaria- el plástico- comenzó a dar forma a una relación totalmente nueva con los residuos. Más que generar ingentes cantidades de residuos, el plástico cambió el modo en el que hablábamos y pensábamos sobre ellos. Hasta la invención de los pañales desechables en 1943, la palabra desechable significaba que no era indispensable, algo extraño. De repente, lo desechable adquirió un nuevo significado: algo diseñado para ser desechado. En 1955, la revista Life publicó un elogioso reportaje sobre el auge de la “vida desechable”. “Los artículos que se tiran reducen las tareas domésticas”, señalaba bajo la imagen de una dichosa familia norteamericana de pie con los brazos abiertos mientras estas nuevas creaciones desechables- platos, cubiertos, sartenes, escudilla para perros, toallas para invitados, por mencionar algunos- les llovían del cielo. En una amarga ironía, un estudio reciente publicado por la revista científica Science desveló que toneladas de partículas de microplásticos llueven literalmente sobre nosotros cada año, un fenómeno que los investigadores han denominado “lluvia de plásticos”.
La industria de los residuos no saneó la economía moderna, sino que la facilitó. Las empresas a las que antes se incentivaba para que produjeran productos de calidad que duraran el mayor tiempo posible se sentían ahora tentadas a producir bienes más baratos en un volumen cada vez mayor, sabedoras de que las consecuencias no recaerían en sus resultados sino en el consumidor. En el camino, la floreciente industria del marketing nos proporcionó el concepto de la “obsolescencia programada”, en la que los nuevos productos se diseñaban para fallar, por lo que entonces necesitaban reemplazarse, lo que culminó en nuestro mundo actual, donde en muchos casos la tecnología, desde teléfonos inteligentes hasta los tractores, ya no puede repararse sin invalidar la garantía del fabricante. Hoy en día, un tercio de lo que tiramos es algo producido ese mismo año; y entre 1960 y 2010 la cantidad de desechos que el estadounidense medio generaba al año se triplicó. La economía actual se basa en la basura.
En la década de 1980, los países occidentales estaban inundados de residuos, así que la industria hizo aquello para lo que la economía recientemente globalizada estaba diseñada: deslocalizar el problema. Cada día llegaban desde China buques portacontenedores cargados con mercancías para el mercado occidental y salían prácticamente vacíos. Muy pronto el país estaba hasta los topes de porquería. Entre 1988 y 2018, casi la mitad (47%) de todos los deshechos plásticos exportados por todo el mundo se enviaron a China para ser reciclados.
Entonces, en 2018, China cerró sus puertas. Bajo una nueva política radical llamada Operación Espada Nacional, el Gobierno chino prohibió que casi todos los residuos extranjeros entraran en el país, argumentando que lo que entraba estaba muy contaminado y que el daño medioambiental era demasiado grande. La Operación Espada Nacional conmocionó a la industria mundial de residuos. Los precios del plástico, el cartón, la ropa y muchos otros materiales reciclables se desplomaron de la noche a la mañana y las empresas de reciclaje de todo el mundo colapsaron.
[…] Después de la Operación Espada Nacional la basura exportada comenzó a inundar cualquier país que la aceptara: Tailandia, Indonesia y Vietnam. Todos estos Estados tienen algo en común: cuentan con las tasas mundiales más altas de mala gestión de los residuos. Los deshechos se arrojaban o se quemaban en vertederos al aire libre o se enviaban a instalaciones de reciclaje sin los permisos adecuados, lo que dificultaba seguirle la pista al destino final de la basura. Algunas empresas chinas pusieron en marcha operaciones de contrabando para evitar la Espada Nacional y traer residuos a China; y, como sucede a menudo con los restos, la delincuencia organizada estaba involucrada. Los sistemas locales de gestión de residuos se desbordaron con rapidez y proliferaron los vertederos ilegales. Nadie quiere ser el vertedero del mundo, por lo que, en los años transcurridos desde la Espada Nacional, países como Tailandia, India y Vietnam han aprobado prohibiciones a la importación de desechos plásticos. Y aun así, la basura sigue circulando.
(Oliver Franklin-Wallis. Vertedero. Capitán Swing Libros S.L. Madrid. 2023)