Los peores enemigos de la felicidad suelen ser el miedo (o los miedos), el dolor y la tristeza. A menudo están entrelazados y, aunque no sean exactamente lo mismo, se buscan, se reconocen y se refuerzan. Los miedos conllevan sufrimiento, y este según la RAE es “padecimiento, dolor y pena”. El sufrimiento añade dolor al dolor, que puede ser físico o psicológico. Y la tristeza puede comportar sufrimiento y viceversa.
Seguramente, de todos estos enemigos, el miedo (los miedos) acostumbra a ser el más letal. Porque el miedo suele paralizar y puede comportar sufrimiento físico y/o psíquico. Y desde luego es lo opuesto a la felicidad. Esta, casi por definición, está exenta de miedos y también de sufrimiento.
El diccionario de la RAE define el miedo como la angustia por un riesgo o daño real o imaginario. Es decir, que se puede dar ante algo que, más o menos objetivamente, existe o que se puede imaginar, subjetivamente. Hay otra acepción que nos recuerda que el miedo también es el recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Es decir, de una manera u otra, la emoción del miedo es contraria a la felicidad. Mientras estamos temerosos y sentimos miedo, no se puede desarrollar la alegría, ni hay bienestar ni puede haber felicidad.
Por otra parte, es cierto que el miedo cumple asimismo su función: la supervivencia. Somos y nos sentimos vulnerables, y el miedo, en ocasiones, nos ayuda a sobrevivir. Pero fijémonos en estos detalles, hablamos de vulnerabilidad y de sobrevivir (de no morir), pero no estamos yendo, en positivo, por el camino de la vida, de la seguridad. Si el miedo nos atenaza no hay lugar para la felicidad, hay lugar para sobrevivir, pero no para vivir plenamente. Y, en ocasiones, ese miedo no es ni tan siquiera funcional porque puede llegar a ser irracional y, más que salvarnos de ser temerarios, nos hunde en la angustia, la tristeza e incluso la depresión.
Según Freud y Norbert Elias, la civilización introduce miedo, ya que los miedos dependen de las relaciones humanas. Elias(1993) específica que el miedo es la respuesta psíquica a las coacciones que los hombres ejercen sobre los demás en la interdependencia social, por eso en el pesimismo freudiano se habla de angustia social. Según Béjar(1991), en el proceso de civilización y en el marco del malestar de la cultura, se da un sentimiento de continua ansiedad e insatisfacción, ya que aunque el ser humano “moderno” controla -supuestamente- la naturaleza, sus temores se han escorado al entorno social. Indico “supuestamente” porque precisamente la pandemia de la COVID-19 ha demostrado la vulnerabilidad humana y nos ha devuelto a sentimientos y realidades sociológicas cercanas a las de la Edad Media y la peste negra del siglo XIV. Y realmente el distanciamiento que Hall y la proxemia establecen como distancia “social” es lo que ha imperado tras las experiencias de confinamiento. Es terrible para los seres humanos no poder tocarse, abrazarse, sentirse cercanos física y emocionalmente. El miedo se ha mezclado con el terror al virus, a la enfermedad y la muerte y la tristeza y la impotencia de no poder relacionarse completamente con las amistades. En cierta manera, la pandemia de la COVID-19 ha dejado relativamente en segundo plano las advertencias de Elias cuando afirmaba que todos los miedos directa o indirectamente son engendrados por otros seres humanos, debido al individualismo excesivo: el miedo a la guerra, sentimientos de culpabilidad, temor a uno mismo y las propias pasiones. Etc. Ya en los años ochenta identificaba el miedo y la soledad ante la muerte como un elemento civilizatorio de la modernidad, que, por desgracia, ha sido la quintaesencia de los momentos más duros de la pandemia en 2020: “Jamás anteriormente la muerto la gente de una manera tan poco ruidosa y tan higiénica como hoy día, y jamás lo ha hecho en unas condiciones que hayan fomentado tanto la soledad” (Elias 1987).
Los miedos modernos se centran en la vejez, la enfermedad y la muerte, ya que el proceso de individuación ha radicalizado los temores dirigidos al propio yo y a la precariedad del cuerpo. Así, el hecho de que el morir haya pasado de ser un problema del hogar y del grupo a una problema-proceso de los hospitales incrementa las tensiones entre las instituciones y los mundos de vida y las biografías, lo cual acrecienta el miedo.
Por otra parte, las fobias en general no dejan ser felices en lo personal y tampoco en lo comunitario y social: aporofobia, heterofobia, etc. Multitud de problemas, sufrimientos y dolor se basan en el miedo al Otro, al “diferente”, según nuestras clasificaciones y percepciones, según nuestros razonamientos previos, según nuestros “pre-juicios”. Así el racismo, la xenofobia, el machismo o el edadismo están fundamentados en el miedo a los que aparentemente no son de nuestro grupo, no son afines, son extranjeros, “diferentes” y/o “extraños”. Incluso aunque parezca que no es cosa del “miedo”, porque se es más poderoso o, supuestamente, de clase “superior”, en el fondo se tiene miedo a lo diferente, no se está seguro de poder continuar únicamente con loque se ha vivido o conocido hasta ahora: el cambio atemoriza. El miedo es mal compañero de viaje. Hemos de hacer todo lo posible para tranquilizar, para serenar, para demostrar que no hay ningún peligro con la “diferencia”, salvo el que se genera por dicha violencia injusta e “inhumana” que pretende silenciarla o anularla.
De acuerdo con Olvera y Sabido (2007), desde la sociología podemos identificar dos líneas de la experiencia social asociada al temor:
-El campo de los miedos vinculados con el entorno social en su sentido más amplio: los lugares, los horarios, la ciudad, la delincuencia, la policía, el desempleo, la violencia física, los efectos no deseados de la migración, que están en el centro de la agenda política como “inseguridad”
-Los sentimientos sociales, temores y ansiedades que se ubican no tanto en un entorno sistemático, sino en los modos de representación del cuerpo, la identidad, la intimidad o la ubicación en la cadena intergeneracional, que podríamos llamar “miedos psicológicos” y que son recurrentes en las sociedades modernas.
Otros autores, como Beck (1997), han dado en llamar esta nueva situación “moderna” o “posmoderna”, como la sociedad del riesgo, al desplazarse la idea de futuro como promesa a la noción del futuro como algo incierto o, según dicho autor, como amenaza y riesgo. Prada (2020) diferencia precisamente entre riesgo e incertidumbre, ya que con el primero aún tenemos herramientas y opciones con las que actuar, aunque podamos equivocarnos, pero con la segunda estamos un poco al albur de lo imprevisible, de nuestra vulnerabilidad. Pone como ejemplo la pandemia de la COVID_19, que ha expuesto a nuestras sociedades a circunstancias impensables, bacterias y virus, pero también el colapso climático y la manipulación genética, así como la exclusión social. De todas maneras, propone analizar y repasar las herramientas y opciones con las que se ha actuado, para ver si modificando algunas de las decisiones tomadas y algunas de las opciones descartadas se pueden evitar los colapsos temidos.
En todo caso, la incertidumbre vivida como amenaza, lo que genera, en última instancia, es sufrimiento y temor. Finalmente, tristeza. Ese riesgo y esa incertidumbre se muestran como la alegoría de la vulnerabilidad humana en situaciones como la pandemia de la COVID_19, por ejemplo. La fragilidad es personal y colectiva. Hay todo un maremágnum de sufrimiento, dolor, miedo y tristeza, según el grado de afectación individual y también social. Aquello de que nada de lo humano me es ajeno se cumple con una enfermedad que involucra al ser humano como ser social, tanto para contagiarse como para curarse, tanto para la tristeza como para la felicidad.
Por otra parte, cuando hablamos del dolor, y tal como indican Biedman, García y Serrano (2019), debemos tener presente que es una experiencia subjetiva, que evalúa principalmente el que siente dicho dolor. Pero no únicamente, ya que en su definición e interpretación es intersubjetivo. Los propios autores comparan esta experiencia del dolor con otras experiencias como el amor, la felicidad y la tristeza, “en cuyo análisis asumimos que cada persona lo vive y lo siente de forma diferente, pero podemos comprenderlo en alguna medida e incluso empatizar con ellos porque su definición es intersubjetiva”. El dolor ha acompañado siempre al ser humano, aunque, como precisan dichos autores, la percepción y la interpretación del dolor han cambiado según épocas históricas, diferencias culturales y sociales. En este sentido se señala que en el proceso de legitimidad social del dolor, la asunción de “responsabilidad” sobre el propio dolor es fundamental, ya que, por ejemplo, parte del “prejuicio social” hacia ciertas enfermedades está en la creencia de que son dolencias que son responsabilidad de la propia persona. En esta misma línea, Olvera y Sabido (2007) indican que “la manera en que los otros nos miran con desprecio si envejecemos, con lástima si estamos muriendo, o con asco si tenemos una enfermedad contagiosa, no depende de factores individuales sino de la forma en que la sociedad, los valores y las jerarquizaciones de la misma se ha hecho cuerpo y emoción”. Por lo tanto, volvemos a señalar la interrelación entre lo personal y lo social, entre lo aparentemente individual, que no puede desprenderse de lo grupal, y lo comunitario.
Por último, la tristeza, que es quizá la idea contraria por excelencia de la alegría y, por ende, de la felicidad, tiene una definición algo cáustica en el diccionario de la RAE, en la primera acepción se nos dice que es la “cualidad de triste” y en la segunda, nada menos que “sentencia de muerte”…y ahí, lo deja. Si buscamos “triste”, nos presenta sinónimos como “afligido”, y también “doloroso, enojoso, difícil de soportar”. Es triste que la RAE defina “tristeza” con tan poca gana. La tristeza es una emoción básica, precisamente como el miedo y como la felicidad. Por lo tanto, también cumple su función. Con la tristeza disminuimos nuestra actividad y buscamos más la introyección y la reflexión. Es una situación que nos ayuda a pasar un duelo, por ejemplo. No hay que confundir la tristeza con la depresión. Hay situaciones y momentos de tristeza y otros de alegría. No vamos a decir que preferimos la tristeza, pero hay momentos duros, como la muerte de un ser querido, que con una entrañable tristeza y con lágrimas se aligeran. No podemos decir que estemos alegres ni felices, pero cumple su función. De hecho, no siempre podemos estar alegres y felices. Otra cosa es la tristeza que se pueda derivar de otras emociones destructivas como la envidia. Esta es la emoción negativa que más puede hundir a quien la desarrolla, porque se basa en el entristecimiento por el bien o por el logro del otro.
En todo caso, la tristeza hay que aceptarla y asumirla temporalmente, analizando las causas por las que estamos tristes y procurando cuidarse con atención a uno mismo y, en este sentido, relacionándonos con los más cercanos afectivamente. Nuevamente el individuo y la sociedad, la interdependencia interpersonal. Seguramente el relacionarse con los demás puede dar la justa medida a la situación de tristeza para ir superándola, Por eso, en parte, la propia psicología positiva que hemos mencionado con anterioridad puede ayudar a crear condiciones para poder manejarla bien pero, por otra parte, puede crear una ansiedad excesiva o una proyección equivocada en sujetos que entiendan que son responsables e incluso, peor, “culpables” de su propia tristeza. No siempre se puede estar alegre, pero tampoco conviene estancarse en la tristeza. En ocasiones, puede necesitarse ayuda de profesionales de la psiquiatría y/o de la psicología; en otras ocasiones, puede ser suficiente socializar, abrirse a relaciones interpersonales y a consideraciones más filosóficas y/o sociológicas. No en vano, como nos recuerda Huerta (2008), hay también una construcción social de los sentimientos y, a veces, el estrés, la ansiedad, las fobias, la depresión, el vacío o la soledad son sentimientos derivados de la carrera interminable por ganar dinero, tener un buen coche, una mejor casa o viajes de lujo, como fruto de imposiciones que Bordieu identificaría como de una “estructura estructurante” sin ser conscientes de ello. En definitiva, y de acuerdo con Bericat(2001), las emociones tienen también una causa social.
(Fidel Molina-Luque. El nuevo contrato social entre generaciones. Elogio de la profiguración. Editorial Los libros de la catarata. Madrid. 2021)